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El prodigio del piano que se encontró con la música

El prodigio del piano que se encontró con la música El prodigio del piano que se encontró con la música ¡Atención, melómanos y amantes del arte! Hay nombres que...






El prodigio del piano que se encontró con la música

El prodigio del piano que se encontró con la música

¡Atención, melómanos y amantes del arte! Hay nombres que resuenan con una fuerza especial en el universo de la música clásica, y hace poco tuvimos el placer de presenciar el talento de uno de ellos. Hablamos de Jan Lisiecki, nacido en Calgary, Canadá, en 1995. Su reciente concierto titulado ‘Preludios’ en el prestigioso Auditorio Nacional de Madrid, como parte del ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo, fue una verdadera revelación que dejó a la audiencia sin aliento.

Lisiecki no solo «toca» el piano; él esculpe sonidos, pinta paisajes sonoros con una maestría que evoca la precisión de un Church y la riqueza cromática de un Miró. Su ejecución es una danza perfecta entre la espontaneidad en la expresión y una técnica impecable. La forma en que teje su repertorio es una obra de arte en sí misma. ¿Te imaginas cómo se organiza una sala en un museo de primer nivel como el Thyssen? Pues así de meticuloso y brillante es Lisiecki al armar sus programas. Mezclar obras de genios como Chopin, Szymanowski, Rachmaninoff y Bach, para regresar con Chopin, es como curatoriar una exposición donde conviven Georgia O’Keeffe, Roy Lichtenstein, Lee Krasner y Joseph Cornell. Una verdadera delicia para los sentidos.

El encuentro casual con la pasión

Nos fascinó cómo Jan Lisiecki describe sus inicios. Confiesa que la música lo encontró a él, y no al revés. Imagina al joven Jan, un niño lleno de inquietudes, esquiando, nadando, descubriendo el mundo. Fue una sugerencia inocente de una maestra de preescolar, allá cuando tenía solo cinco años, la que encendió la chispa. «Deberían empezar con la música», les dijo a sus padres. Y así, de forma inesperada, el piano entró en su vida para quedarse.

Este descubrimiento fortuito nos recuerda que a veces las grandes pasiones nos encuentran cuando menos lo esperamos, transformando por completo nuestro camino. Y Jan Lisiecki es el ejemplo vivo de ello, un artista que se deja llevar por el fluir de la melodía y que, desde esa primera nota, ha sabido entregarse por completo a su arte.

De la timidez al virtuosismo en escena

Minutos antes de su concierto, Lisiecki entraba al Auditorio Nacional con una mezcla de timidez y seguridad palpable. Un saludo discreto al público, cerraba los ojos frente al piano, una pausa de cinco segundos, y sus dedos comenzaban a danzar. En ese instante, la sala desaparecía, y solo quedaba él y su Chopin. Es algo mágico de presenciar.

Conforme avanza el recital, esa timidez inicial se desvanece y la certeza artística toma el control. Sus movimientos, sutilmente, acompañan cada compás de los preludios de Karol Szymanowski. Es curioso que, siendo criado en Canadá, Jan herede la sangre polaca de sus ancestros, una conexión que sin duda le otorga una perspectiva única al interpretar a Chopin. «Mis raíces influyen en lo que hago», afirma. «Como polaco, admiro a Chopin, al igual que todos los polacos. Pero como pianista, lo que me atrae es su grandeza», añade, destacando su capacidad de abordar la música desde un punto de vista neutral.

Canadá, su patria adoptiva, ha sido un caldo de cultivo extraordinario para artistas, y Jan lo subraya. «Hemos tenido un gran número de artistas famosos en la música pop, pero también en la clásica, considerando lo pequeña que es su población. Creo que nuestro espacio, nuestra naturaleza y nuestros inviernos largos y fríos nos impulsan a ser creativos», comenta.

La pasión que supera cualquier sacrificio

Verlo tocar es una experiencia visual tanto como auditiva. Sus movimientos, a veces con pequeños saltos sobre la banqueta, el cabello que se revoluciona al ritmo de la música, son un testimonio de su inmersión total. El público no solo escucha, sino que «baila» con él. Y en toda esa entrega, solo hay certezas.

Lisiecki lo tiene claro: «Nunca he sentido que la música fuera demasiado difícil o que hubiera tenido suficiente». Reconoce que, como en cualquier vocación, existen sacrificios. La vida de un músico de su calibre no es solo alfombras rojas y ovaciones. Hay decisiones personales, hay exigencia, pero para él, el amor por el arte y las experiencias que le brinda compensan con creces cualquier renuncia.

A veces, Jan se esconde detrás del piano, inclinando su oído a las teclas, cerrando los ojos. Otras veces, vuela con las notas de Chopin, exponiendo cada fibra de su ser al público. «Cada sentimiento lo dejas allí para todos, compartes cosas íntimas con extraños», revela. Una verdad poderosa que define la entrega de un artista.

La búsqueda constante de la magia, no la perfección

Los preludios de Rachmaninoff que hicieron vibrar el Auditorio Nacional fueron solo una muestra de su fuego. Tras el concierto, en una tienda de pianos, su pasión seguía intacta, aunque con algo más de contención. Pero en la gran sala, Lisiecki se retorcía, estiraba las piernas, agitaba la cabeza, casi batallando con el instrumento, maravillando a todos.

Una de las declaraciones más profundas de Lisiecki es su visión sobre la música: «En la música no existe la perfección; lo que intentamos lograr son momentos mágicos». Para él, un concierto es la culminación de esos instantes, y su meta no es impresionar, sino inspirar y compartir la belleza de la música. Cada interpretación es una lección de humildad y mejora continua. «Si dejas de examinar lo que haces, empiezas a copiarte a ti mismo», advierte. «Y como la perfección no existe, la calidad baja. Es como una fotocopia: cada vez se degrada más».

Equilibrio, soledad y la vida vivida al máximo

En el ecuador del concierto, Jan Lisiecki hizo un breve receso. ¿Un cambio de vestuario? ¡Sí! La intensidad de su entrega es tal que, literalmente, suda cada nota. Esta pausa es también un reflejo de los límites que los artistas deben establecer para mantener el equilibrio en una profesión tan exigente.

La vida de un concertista es un constante acto de malabarismo. «Estoy en Madrid, disfrutando el día, pero estamos planificando con dos años de antelación», nos cuenta. «Lo que haré en 2027 ya está casi todo planeado, y ni siquiera sé cómo me sentiré mañana». Es un desafío vivir el presente mientras se construye el futuro, pero Jan se lo toma con una filosofía admirable: adaptarse a los golpes, equilibrar los momentos difíciles con los fáciles, y sobre todo, disfrutar.

«No hay nada de normalidad en mi vida», confiesa Lisiecki. Pero cada día es una aventura que abraza con una sonrisa, rodeado de gente extraordinaria. Aunque sube al escenario solo y viaja por su cuenta, se considera afortunado por la gente maravillosa que encuentra en su camino. Incluso, bromea: «podría decir que tengo demasiados amigos».

El arte de la honestidad y la vida más allá del piano

Al finalizar el último compás de los 24 preludios de Chopin, un discreto gesto de victoria con el puño y una sonrisa fugaz. El público, en pie, en su interior, hacía el mismo gesto. ¿Qué piensa un músico en ese instante crucial? «Aún estoy pensando en cómo soltar la última nota para mantener la tensión», revela. Pero también hay espacio para la reflexión: «¿qué podría hacer diferente, qué podría mejorar?». Es esa búsqueda constante, ese ideal siempre en movimiento, lo que lo mantiene inspirado.

Jan Lisiecki interpreta con una técnica forjada en la disciplina, pero con la libertad de quien ha conocido la vida en toda su plenitud. Su música es honestidad pura, un reto que siempre lleva consigo. «El riesgo de dejar de ser honrado contigo mismo y con el público siempre existe», señala. Estar presente, preparado, apasionado, y no cansado o distraído emocionalmente, es la clave para crear algo que realmente valga la pena compartir.

Tras una ovación de pie, Jan regala una propina, y luego se despide con un agradecimiento sincero. Recuerda el apoyo incondicional de sus padres, que siempre lo mantuvieron fiel a sí mismo. Y la pandemia, aunque un desafío global, le brindó una perspectiva invaluable. «Pasé de cien conciertos al año a quizás cincuenta», explica. Ese tiempo extra lo dedicó a la jardinería, a acampar, a la naturaleza, a andar en bicicleta, a experimentar una «vida un poco más normal». Se dio cuenta de que si bien la música es el cien por cien de su vida, la vida tiene mucho más que ofrecer. Y, afortunadamente, Jan Lisiecki es feliz en ambas esferas.

Así que, si tienen la oportunidad de ver a este prodigio en acción, ¡no se lo pierdan! Es una experiencia que les tocará el alma y les recordará la magia que la música puede crear.

Fuente original de la información: ABC – Clara Molla Pagán

Créditos de la imagen: Belén Díaz; Vídeo: Pablo Ginés

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