El secreto de Alfred Brendel no estaba en sus manos

Un pianista forjado en la cultura y el arte
Imagínate la escena: Madrid, una noche de octubre de 1996. En un restaurante bullicioso cerca de la Plaza de Santa Ana, un hombre de mirada inteligente y humor afilado revela la clave de su arte. Ese hombre es Alfred Brendel, uno de los pianistas más colosales de nuestro tiempo, y está a punto de regresar a los escenarios madrileños después de dos décadas de ausencia. En ese momento, confiesa: «Mi carrera pianística se ha visto muy influida por mi preparación cultural». Esta frase, lanzada con la naturalidad de un genio, es la llave para entender a un músico que trascendió el teclado para convertirse en un verdadero intérprete del alma humana.
Brendel, que nos ha dejado recientemente a los 94 años, no era un mero virtuoso. Para él, la técnica era solo el vehículo, nunca el destino. Su verdadero secreto no residía en la agilidad de sus dedos, sino en la profundidad de su mente. Era un hombre renacentista atrapado en el siglo XX, un apasionado de la literatura, la pintura y el cine. Su curiosidad era insaciable y su cosmovisión, amplia. Hablaba con fervor de España, un país que le fascinó durante unas vacaciones en los años setenta, donde quedó maravillado por el arte románico de Castilla y León. Consideraba a Velázquez y a Goya como genios absolutos, a Picasso como «el más grande artista del siglo XX» y confesaba que su libro de cabecera no era otro que El Quijote. Todo este bagaje no era un simple pasatiempo; era el combustible que alimentaba sus interpretaciones.
Descifrando el ADN de los grandes maestros
¿Cómo se enfrenta uno a las 32 sonatas de Beethoven, un Everest musical que Brendel grabó tres veces en su vida? Para él, la respuesta no estaba solo en las partituras. «La estructura y la forma son importantes, pero hay que entrar en un compositor a través del carácter, de la personalidad», afirmaba. Brendel no tocaba a Beethoven; lo descifraba. Entendía su humor, a veces ácido y a veces tierno, comparable únicamente al de Haydn. Comprendía esa fascinante mezcla de lo sublime y lo profano que define la obra del genio de Bonn. Su enfoque era casi detectivesco: si te alejas de la personalidad del creador, corres el riesgo de traicionar la obra, de convertirla en una falsificación preciosista pero vacía.
Esta filosofía se aplicaba a todo su repertorio, un pilar fundamental del Clasicismo y el Romanticismo. Su maestría no conocía límites al abordar a:
- Ludwig van Beethoven: Su gran embajador, al que despojó de solemnidad para revelar su humanidad.
- Wolfgang Amadeus Mozart: Traduciendo su elegancia y su dramatismo con una claridad deslumbrante.
- Franz Schubert: Un compositor al que entendía de forma casi sobrenatural, plasmando su melancolía y su luz en grabaciones de referencia como las de sus Impromptus.
- Franz Liszt y Robert Schumann: Desentrañando la pasión y la poesía del romanticismo más puro.
Incluso se atrevió con figuras más complejas como Arnold Schoenberg, demostrando que su universo musical no tenía prejuicios. Su carrera, que arrancó profesionalmente en 1949 y culminó con un emotivo concierto de despedida en el Musikverein de Viena en 2008, fue un viaje constante hacia la esencia de la música.
Un legado inmortal grabado en el tiempo
Afortunadamente para nosotros, Alfred Brendel fue un visitante asiduo de los estudios de grabación. Su legado discográfico es un tesoro monumental que sigue vibrando con la misma intensidad. No solo nos dejó las tres grabaciones integrales de las Sonatas de Beethoven, sino también versiones canónicas de los conciertos para piano del propio Beethoven y de Mozart. Sus interpretaciones son una clase magistral perpetua, una invitación a escuchar de nuevo estas obras maestras con oídos frescos. Cada grabación es un testimonio de su búsqueda incansable de la verdad artística, combinando una técnica impecable con una honestidad intelectual y filosófica que desarma.
Un pionero con los pies en la tierra
Nacido en 1931 en la antigua Checoslovaquia, Brendel creció entre Zagreb y Graz, donde su talento para el piano y la composición floreció tempranamente. Con ese humor tan característico, bromeaba sobre sus inicios: «Al cumplir los veinte años y dejar de ser un genio, dejé de componer y de pintar, y me dediqué al piano». Esta modestia escondía a un pensador musical adelantado a su tiempo. Fue uno de los pioneros en interesarse por la interpretación con criterios historicistas, mucho antes de que se convirtiera en una corriente dominante.
Sin embargo, Brendel nunca fue un dogmático. Tenía muy claros los límites de esa aproximación. Advertía que el historicismo, aunque instructivo, podía ser contraproducente. «La interpretación musical ha de ser capaz de cantar y de hablar», sentenciaba. Criticaba a aquellos intérpretes que, en su afán de rigor histórico, reducían la música a su esqueleto «hablado», olvidándose de su capacidad para «cantar» y emocionar. Para él, estas leyes no escritas traicionaban la verdadera intención de los compositores. Alfred Brendel nos enseñó que para hacer música no basta con tocar las notas correctas; hay que haber leído, observado, vivido y, sobre todo, entendido que el arte más profundo nace de una mente curiosa y un corazón abierto. Su verdadero secreto, como él mismo nos dijo, nunca estuvo solo en sus manos.
Fuente original de la información: ABC – Julio Bravo
Créditos de la imagen: AFP